Si tuviésemos la posibilidad de detener el tiempo, quizás tendríamos una nueva oportunidad de reflexionar sobre esa palabra desafortunada que debimos callar, o sobre la decisión cargada con el peso del aturdimiento o el más ingrato hartazgo. Así, también sucede con el éxito.
En ese camino que en algunos casos sería de larga distancia, prefiero llamarle de fondo. Porque desconocemos el recorrido total, y por sutiles sinsabores saltan las alarmas: por querer correr demasiado, o por no dosificar cada pisada, o por pedir demasiado a las circunstancias sin conocer nuestros límites. Esos límites que nos aterran, que paralizan a las ilusiones antes de ni siquiera emprender la marcha. Los resultados no vienen a darse por arte de magia, vienen del trabajo de ayer y la actitud de hoy.
El conjunto determina la calidad de nuestras acciones, fueran cuales fuesen son necesarias. Sin movimiento no existe la inercia.
Entonces nos ponemos en marcha: de puntillas, tal vez con paso firme o arrastrando las rodillas. Con certeza, quedan vestigios y su dureza vendrá marcada por el rastro que dejen en nuestro corazón, quizás de forma indeleble, proporcional al dolor de cada llaga formada sobre la piel. Será nuestra decisión dejar de imponer límites y continuar la marcha hasta coronar la cima que puede presentar pendientes exigentes, adversidad y pensamientos que sabotean a la más dura de las resistencias. Y es entonces, cuando desde fuera, desde el asiento del espectador observamos y tomamos conciencia:
- ¿Es posible dosificar cada pisada y acompasar el esfuerzo?
- ¿Qué podría hacer para llegar más lejos y más fuerte con el mismo carrete?
- ¿Me apasiona lo suficiente?
- ¿Qué cambios estoy dispuesto a hacer para obtener los resultados deseados?
Ahora, tendríamos las respuestas a nuestra trazada. Sé honesto, no tengas miedo a equivocarte y variar tu plan de ruta, los resultados son simples indicativos lejos de ser una sentencia final. Que tu fe siempre sea inquebrantable.
Yo confío en ti