Es bien sabido que “preocuparse” es “ocuparse” de un tema antes de que ocurra. Ciertamente preocuparse es en gran medida algo inevitable, pero lo que sí depende de nuestra voluntad es cómo enfocar esta preocupación: como una mochila que vamos llenando de piedras del camino, o como un punto de partida para tomar medidas con las que pasar a la acción.
Leí en un libro sobre economía una historia que iba muy al grano a este respecto. En un momento dado los fabricantes de coches japoneses empezaron a ser más eficientes que los fabricantes estadounidenses, mejorando en calidad y rapidez en la elaboración. Y se debió a la diferente forma de ocuparse de los problemas. Los americanos estaban muy preocupados con que apareciesen fallos, así que ralentizaban el ritmo de la cadena de montaje para evitarlos, siendo muy cautos. En cambio los japoneses enfocaron su preocupación desde una perspectiva diferente, acelerando al máximo el ritmo, hasta que se produjese un fallo. Ese fallo lo analizaban, y le ponían remedio inmediatamente. De nuevo volvían a acelerar la cadena de montaje hasta que volviera a ocurrir otro fallo. De este modo consiguieron eliminar los fallos de producción y a la vez ser rápidos. Pasando a la acción, centrándose en la solución, aceptando la aparición de fallos. Así consiguieron aprender y mejorar constantemente.
A diferencia de lo que comúnmente se suele creer, preocuparse en exceso por algo no nos lleva a conseguir mejores resultados, ya que aparece la angustia y la ansiedad, que en altos niveles nos bloquean la visión y la capacidad para encontrar soluciones. Dramatizando y sobredimensionando los mismos estamos alejándonos de la virtud, que como alguien dijo, se encuentra en el punto medio. No exagerar los problemas es no darle más espacio del que necesitan para “vivir”. Está claro que llegan como inoportunos visitantes, pero no les cedamos las habitaciones, la cocina, el salón y hasta el sofá. Porque entonces cogerán el mando y será muy difícil quitárnoslos de encima.
Lourdes Carmona